martes, 1 de febrero de 2011

Días de calle y recuerdos

    A veces, me gusta evocar pequeñas cosas y trascenderlas en el tiempo. Una imagen, un aroma, una sensación... y de repente, me impregna una extraña felicidad que se torna en nostalgia tras unos segundos. Entonces, por un instante, percibo la fugacidad de la intensa emoción que estoy sientiendo, y me centro en su pérdida. Experimento sentimientos encontrados que me llevan a dudar sobre lo positivo o fatal de estos momentos. No es de extrañar, hoy ha sido uno de esos días. Os cuento: él, pelo crespo, voz de rumba, piel de bronce y ojos ralos. Ella, rostro enjuto, traje vivo, cuerpo recio y cesto en mano. Suena música con estrépito, me cautiva y siento adormecerse mis sentidos. Miro a mi alrededor y todos caminan sin desviar ni un ápice sus ojos de sus anodinos caminos, embriagados por el mar de baldosas por el que suman sus pasos. No dan valor a lo que están viendo. No al menos el que yo le doy. 
Y sin saber muy bien por qué, veo mi vida y mi infancia, y la siento. ¡Vaya que si la siento! Y recuerdo esas mañanas de domingo en que sonaba la música en la calle -en mi calle- y veía lanzar monedas desde los innumerables balcones que adornaban mi vecindario. Y yo, mientras tanto, miraba y sabía apreciar esa precaria sucesión de notas de cesto y organillo, disfrutando con cada desafinado sonido que atravesaba el cristal de mi ventana. 

    Quizá otra mañana todo esto que os relato me hubiese alegrado el día, pero no hoy. Hay ocasiones en que la vida decide ponerte en tu lugar. Y lo hace sin concesiones ni medias tintas. Son estas situaciones cotidianas las que en mi caso se encargan de recordármelo, de mostrarme lo que tenía, lo que he perdido y lo que quizá ya no sea capaz de poder o querer recuperar. 
Algunas veces deseamos aquello que no podemos conseguir. Otras, uno sólo añora lo que posee cuando lo pierde. Sin embargo, hay una situación si cabe más cruel, y consiste en perder aquello que uno verdaderamente quiere y valora.

    Pero, por suerte, esa misma vida perra y pérfida también tiene puertas ocultas dignas de ser descubiertas y atravesadas. Y es justamente eso lo que estoy haciendo, con un avance lento pero seguro. Dios aprieta pero no ahoga -dicen-. Yo no creo en Dios, así que no me queda más remedio que creer en mí. Y justo ahora me veo con fuerzas. El porqué me lo guardo, dejadme que tenga aún algún secreto.

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