miércoles, 2 de febrero de 2011

Contradicciones cotidianas

  Hoy, como cada mañana -a las ocho y media para ser exactos- me he apoyado en mi esquina habitual. Pierna izquierda estirada y doblada la derecha, apoyando el pie sobre la pared. Manos en los bolsillos, puños apretados y bufanda al cuello. El frío hace que me arda la cara y que las alcantarillas parezcan fumarolas, al más puro estilo de Manhattan. Observo el tráfico y reconozco coches y ocupantes. Miro a los transeúntes y son los habituales. Me centro entonces en el barrendero, muy simpático, pero igualmente familiar, tanto que podría reconocerle con los ojos cerrados, sólo por su tos seca y el ruido de sus pulmones de mala vida. Rutina, rutina y más rutina. 

    Sin embargo, en ese mismo momento, he visto salir una pequeña niña de la cafetería situada a mi izquierda, con un bonito gorrito andino con pompones rosas y verdes. Y con ella, su padre, un cuarentón con dejes y vestimenta de veinteañero. «Hombre, por fin algo nuevo» -pienso- «a éstos no les he visto en mi vida». Procedo a observarles discretamente. El padre se afana en tapar bien a su querida hija, para resguardarla del seco frío. Le abrocha la cremallera del abrigo, le ajusta los botones, le proteje sus diminutas manitas con diminutos guantes y le da un beso. Seguidamente, la levanta en brazos y la sienta sobre sus hombros. «¡Qué padrazo!» -me digo a mí mismo- y continuo mirando. Veo cómo comienzan a caminar, cómo se alejan y cómo de repente, súbitamente, el protector se convierte en verdugo, sacando un cigarrillo del bolsillo de su cazadora y encendiéndolo con normalidad utilizando un mechero amarillo. La niña, sin torcer el gesto, respira tranquilamente el humo que su padre le regala, en lo que para ella también parece ser, por desgracia, rutina, rutina y más rutina. «¡Qué contradicción!» -pienso- y me acuerdo en ese momento de una conversación sobre la Ley Antitabaco que tuve hace unos días, y de la que soy fiel defensor. 
    Mi interlocutor de aquel embate, fumador típico, catenaccio mental donde los haya, era de los que trataban de dar coherencia al peligro de su adicción aludiendo a la muerte como ente que surge a cada paso: macetas desde balcones, atropellos, ondas de móviles y un largo etcétera.  «Que sí, que ya se que por llevar el móvil en el bolsillo se me puden quedar los güitos más estrellados que los del famoso Lucio» -le dije, desde mi firme posición de pensador de pleitos pobres- pero él, en plena carrera ya hacia la puerta de toriles, no me dejó terminar mi argumento y no daba su brazo a torcer. «Mira» -le decía- «la probabilidad de morir de un macetazo es diminuta, lo suficiente como para ser obviada y no tomar precauciones. La del tabaco no, se sabe de hecho que es muy alta». En ese momento, como buen observador, vi que mi contertulio, ya en mitad del tendido, tenía más probabilidad de emitir un mugido que de hilar un argumento serio. Yo, antitaurino confeso, no tuve más remedio que dar un capotazo de antología. «Éste es inútil para la lidia» -pensé-.

2 comentarios:

  1. La famosa ley antitabaco... protagonista de tantas conversaciones con la entrada del nuevo anio.

    Yo pienso que si lo hubieran hecho en verano no hubiese habido tanta queja. Que entre la crisis y el frio, a los fumadores les han hecho polvo y a los empresarios los han hecho pobres...

    También pienso que nos venden que es por "nuestra salud" y en realidad hay unos gordos intereses monetarios de por medio.

    Por lo demás, me da igual, el que quiera fumar, seguirá fumando lo mismo, solo que en otros lugares, entre el vicio y el ocio, puede el vicio...

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  2. Me quedo con tú última frase, me parece muy acertada :)

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