martes, 15 de febrero de 2011

Las lentejas de Diógenes

Esta mañana, mientras estaba tranquilamente trabajando, ha llegado a mis manos un libro titulado “Déjame que te cuente”, de Jorge Bucay. Como tenía tiempo, he empezado a echarle un vistazo, y he encontrado una historia que me ha resultado interesante. Me gustaría compartirla con vosotros. Dice así:

«Un día, estaba Diógenes comiendo un plato de lentejas, sentado en el umbral de una casa cualquiera. No había ningún alimento en toda Atenas más barato que el guiso de lentejas.
Dicho de otra manera, comer guiso de lentejas significaba que te encontrabas en una situación de máxima precariedad.
Pasó un ministro del emperador y le dijo "¡Ay, Diógenes! Si aprendieras a ser más sumiso y a adular un poco más al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas".
Diógenes dejó de comer, levantó la vista, y mirando al acaudalado interlocutor intensamente, contestó:
"Ay de ti, hermano. Si aprendieras a comer un poco de lentejas, no tendrías que ser sumiso y adular tanto al emperador"»
Espero que, al igual que a mí, os haya gustado.

martes, 8 de febrero de 2011

La lección de Marquitos




Cada uno de nosotros, alguna vez, hemos pensado que la vida no nos trata todo lo justamente que merecemos. Nos sentimos desilusionados con lo que recibimos por parte de la sociedad en la que estamos instalados, y tendemos a compararnos constantemente con lo que podríamos definir como “nuestros modelos de felicidad”. Esos modelos, idealizados, tienen aquella o aquellas cosas que nos encantaría obtener o poder sentir. ¿Por qué ellos pueden tener todo eso y yo no? -pensamos-, y nos dejamos inundar por una manifiesta sensación de malestar, sin tan siquiera levantar la vista de nuestro propio ombligo. No percibimos lo pernicioso de esas comparaciones, sesgadas hasta la náusea, con las que sólo pretendemos darnos lástima a nosotros mismos. Yo fui, otrora, asiduo de esas comparaciones, en las que consideraba el mundo y la vida cual escenarios regidos por una justicia universal. Si yo actuaba bien, ¿por qué no recibía una vida plenamente feliz? Porque mi visión del mundo era una absoluta patraña. 
Descubrí que el mundo es hostil, duro, áspero como el papel de lija. Y sin embargo, siempre hay ejemplos que te hacen replantearte tu escala de valores, y te enseñan que lo que tú consideras injusto quizá no lo sea tanto. Os contaré un caso cercano.

     Marquitos, de doce años de edad, nació a los siete meses de gestación porque su madre, de diez y siete años, era consumidora de drogas desde los doce. El pobre se acostumbró a las contínuas dosis de heroína que recibía por su cordón umbilical y llegó al mundo con síndromé de abstinencia. Tras pasar más de un mes en la incubadora debido a su inmadurez, fue entregado a su madre, que se encontraba en pleno tratamiento de desintoxicación. A día de hoy, todavía espera noticias de su padre. Cinco meses despúes de su salida del hospital infantil para reencontrarse con su madre, tuvo que ser llevado a un centro tutelado tras no recibir el cuidado que todo niño necesita. Allí estuvo hasta los dos años y medio, momento en que unos familiares decidieron hacerse cargo de él. Y así pasaron los años, y Marquitos se fue criando mientras veía cómo su madre se destrozaba día a día y  gramo a gramo. Y no sólo eso, vio como en ningún momento se interesó por él. Poco a poco, el pequeño Marcos fue experimentando el resultado de la falta de límites y cuidados que había marcado su corta vida. Comenzó a tener problemas de conducta, con múltiples peleas, robos e incluso un intento de ahogamiento y acuchillamiento. Por aquel entonces, con 8 años, Marquitos se enteró de que su madre, en pleno “mono” de heroína, había muerto atropellada por un camión en un camino de tierra de uno de los principales poblados marginales de la ciudad.

     Y al final se llegó a un punto en que Marquitos era ingobernable y tuvo que volver a ser internado en varios centros para chicos con problemas graves de conducta. Y allí le conocí yo, y allí le veo cada día. Él sabe que siempre voy a estar a su lado, para darle el cariño que necesita, pero también para ser firme y duro y poner límites a su violencia. Y lo agradece a su manera. Nunca reconocerá que le importo, pero cada mañana nada más levantarse viene buscando un abrazo que le haga sentir un niño más por un momento. Sufre lo indecible, pero nunca le he visto llorar, nunca le he visto quejarse y nunca le he visto maldecir el infierno que le ha tocado vivir.
     Se que para cada uno su vida es lo único que cuenta, incluído para mí. Pero, ¿cómo le cuento yo a Marquitos que no estoy contento con la vida que llevo? Simplemente no puedo.

domingo, 6 de febrero de 2011

Cuenta atrás hacia el odio

Vengo observando con gran atención todo lo relacionado con la revuelta aperturista de Egipto, con la ciudad de El Cairo y la Plaza Tahrir como bastiones fundamentales. Tras unos primeros días de concentraciones pacíficas, el “Presidente” Hosni Mubarak decidió poner fin a esa tensa calma lanzando a sus grupos de matones, camuflados de manifestantes. La violencia se apoderó de cada rincón y comenzamos a ver escenas escalofriantes: disparos contra la multitud, jinetes con látigos y cadenas, linchamientos brutales y un sinfín de comportamientos imposibles de justificar desde el punto de vista racional. Llegados a ese momento, siempre se escuchan desde la prensa voces desconsoladas que se preguntan cómo el ser humano puede llegar a comportamientos como éstos.
Por desgracia, la respuesta no es -a priori- tan complicada. El sustrato de estas conductas lo compone nuestra propia evolución filogenética. Aunque a todos nos encantaría pensar que el hombre es un ser bueno por naturaleza, lo cierto es que no es así. Es más, estamos biológica y culturalmente preparados para ser violentos y alentar el mal. No hay más que dar un breve repaso a la Historia Universal para corroborar este hecho. En ese sentido, tenemos constancia de que el ser humano es capaz de utilizar la violencia de diversas formas, entre las que se podrían distinguir principalmente tres: ataques contra indivíduos aislados, contra pequeños grupos y de forma masiva. Esta última es la forma de proceder que ha sido empleada en Egipto, y es sin duda la más peligrosa. 

   Podemos definir la violencia masiva como aquella que se produce de manera sistemática contra un determinado grupo de individuos. Suele tomar, por tanto, la forma de un ataque generalizado hacia un colectivo social en concreto, que en el caso de Egipto ha sido el de los detractores de Mubarak. Una posible explicación de esta violencia masiva es un concepto poco estudiado pero muy importante: el odio. Charles Darwin defínió el odio como una emoción producida por el desagrado hacia una persona que nos ha producido un daño intencionado. Otros, señalan que el odio se caracteriza más por la visión que se tiene del causante del daño, al que se considera un ser maligno contra el que hay que actuar y al que se tiene que hacer sufrir.  
   Aunque por el momento lo ocurrido en Egipto se explique mejor en base al intento de Mubarak de recuperar el poder perdido, no debemos perder de vista la variable odio como factor modulador de la evolución temporal del conflicto. En la medida en que este último se prolongue en el tiempo, el odio cobrará cada vez una mayor importancia relativa, hasta convertirse en el aspecto explicativo fundamental de los acontecimientos futuros.
Por tanto, ante la falta de un consenso interior, es importante un posicionamiento internacional que ayude a facilitar una salida rápida y exitosa del conflicto actual, antes de que el odio acumulado genere dos bandos revanchistas dispuestos a causar daño a la otra parte en cuanto surja la mínima oportunidad. No debemos olvidar que en todas las sociedades existe siempre una minoría dispuesta a actuar violentamente. Esas minorías sólo necesitan la ración de odio suficiente para obtener una legitimación psicológica de la irracionalidad de sus actos. El tiempo corre, ¿seremos lo suficientemente rápidos para evitar la victoria del odio?

miércoles, 2 de febrero de 2011

Contradicciones cotidianas

  Hoy, como cada mañana -a las ocho y media para ser exactos- me he apoyado en mi esquina habitual. Pierna izquierda estirada y doblada la derecha, apoyando el pie sobre la pared. Manos en los bolsillos, puños apretados y bufanda al cuello. El frío hace que me arda la cara y que las alcantarillas parezcan fumarolas, al más puro estilo de Manhattan. Observo el tráfico y reconozco coches y ocupantes. Miro a los transeúntes y son los habituales. Me centro entonces en el barrendero, muy simpático, pero igualmente familiar, tanto que podría reconocerle con los ojos cerrados, sólo por su tos seca y el ruido de sus pulmones de mala vida. Rutina, rutina y más rutina. 

    Sin embargo, en ese mismo momento, he visto salir una pequeña niña de la cafetería situada a mi izquierda, con un bonito gorrito andino con pompones rosas y verdes. Y con ella, su padre, un cuarentón con dejes y vestimenta de veinteañero. «Hombre, por fin algo nuevo» -pienso- «a éstos no les he visto en mi vida». Procedo a observarles discretamente. El padre se afana en tapar bien a su querida hija, para resguardarla del seco frío. Le abrocha la cremallera del abrigo, le ajusta los botones, le proteje sus diminutas manitas con diminutos guantes y le da un beso. Seguidamente, la levanta en brazos y la sienta sobre sus hombros. «¡Qué padrazo!» -me digo a mí mismo- y continuo mirando. Veo cómo comienzan a caminar, cómo se alejan y cómo de repente, súbitamente, el protector se convierte en verdugo, sacando un cigarrillo del bolsillo de su cazadora y encendiéndolo con normalidad utilizando un mechero amarillo. La niña, sin torcer el gesto, respira tranquilamente el humo que su padre le regala, en lo que para ella también parece ser, por desgracia, rutina, rutina y más rutina. «¡Qué contradicción!» -pienso- y me acuerdo en ese momento de una conversación sobre la Ley Antitabaco que tuve hace unos días, y de la que soy fiel defensor. 
    Mi interlocutor de aquel embate, fumador típico, catenaccio mental donde los haya, era de los que trataban de dar coherencia al peligro de su adicción aludiendo a la muerte como ente que surge a cada paso: macetas desde balcones, atropellos, ondas de móviles y un largo etcétera.  «Que sí, que ya se que por llevar el móvil en el bolsillo se me puden quedar los güitos más estrellados que los del famoso Lucio» -le dije, desde mi firme posición de pensador de pleitos pobres- pero él, en plena carrera ya hacia la puerta de toriles, no me dejó terminar mi argumento y no daba su brazo a torcer. «Mira» -le decía- «la probabilidad de morir de un macetazo es diminuta, lo suficiente como para ser obviada y no tomar precauciones. La del tabaco no, se sabe de hecho que es muy alta». En ese momento, como buen observador, vi que mi contertulio, ya en mitad del tendido, tenía más probabilidad de emitir un mugido que de hilar un argumento serio. Yo, antitaurino confeso, no tuve más remedio que dar un capotazo de antología. «Éste es inútil para la lidia» -pensé-.

martes, 1 de febrero de 2011

Días de calle y recuerdos

    A veces, me gusta evocar pequeñas cosas y trascenderlas en el tiempo. Una imagen, un aroma, una sensación... y de repente, me impregna una extraña felicidad que se torna en nostalgia tras unos segundos. Entonces, por un instante, percibo la fugacidad de la intensa emoción que estoy sientiendo, y me centro en su pérdida. Experimento sentimientos encontrados que me llevan a dudar sobre lo positivo o fatal de estos momentos. No es de extrañar, hoy ha sido uno de esos días. Os cuento: él, pelo crespo, voz de rumba, piel de bronce y ojos ralos. Ella, rostro enjuto, traje vivo, cuerpo recio y cesto en mano. Suena música con estrépito, me cautiva y siento adormecerse mis sentidos. Miro a mi alrededor y todos caminan sin desviar ni un ápice sus ojos de sus anodinos caminos, embriagados por el mar de baldosas por el que suman sus pasos. No dan valor a lo que están viendo. No al menos el que yo le doy. 
Y sin saber muy bien por qué, veo mi vida y mi infancia, y la siento. ¡Vaya que si la siento! Y recuerdo esas mañanas de domingo en que sonaba la música en la calle -en mi calle- y veía lanzar monedas desde los innumerables balcones que adornaban mi vecindario. Y yo, mientras tanto, miraba y sabía apreciar esa precaria sucesión de notas de cesto y organillo, disfrutando con cada desafinado sonido que atravesaba el cristal de mi ventana. 

    Quizá otra mañana todo esto que os relato me hubiese alegrado el día, pero no hoy. Hay ocasiones en que la vida decide ponerte en tu lugar. Y lo hace sin concesiones ni medias tintas. Son estas situaciones cotidianas las que en mi caso se encargan de recordármelo, de mostrarme lo que tenía, lo que he perdido y lo que quizá ya no sea capaz de poder o querer recuperar. 
Algunas veces deseamos aquello que no podemos conseguir. Otras, uno sólo añora lo que posee cuando lo pierde. Sin embargo, hay una situación si cabe más cruel, y consiste en perder aquello que uno verdaderamente quiere y valora.

    Pero, por suerte, esa misma vida perra y pérfida también tiene puertas ocultas dignas de ser descubiertas y atravesadas. Y es justamente eso lo que estoy haciendo, con un avance lento pero seguro. Dios aprieta pero no ahoga -dicen-. Yo no creo en Dios, así que no me queda más remedio que creer en mí. Y justo ahora me veo con fuerzas. El porqué me lo guardo, dejadme que tenga aún algún secreto.